lunes, 8 de junio de 2009

EN BUSCA DE LA PARTICULA MISTERIOSA

Invierno de 1985. Veinte hombres con botas impermeables y cascos se dirigen a un solar en construcción situado a 295 pies de la frontera entre Suiza y Francia, la mañana es calurosa y seca, pero el suelo está completamente enlodado debido a los continuos movimientos de camiones y palas excavadoras. El foco de tanta actividad es una vasta estructura parecida a un hangar o más precisamente, el pozo de más de 98 pies de profundidad y casi otros tantos de anchura que se abre en su centro.
Samuel Ting, un hombre alto y encorvado encabeza el grupo. Sam - así le llaman sus compañeros – es un físico norteamericano del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), cuyo premio Nobel le ha permitido abandonar la rutina de impartir clases en la universidad. Viste ropas oscuras, inmaculadamente limpias, y de ningún estilo en particular. Los tirantes se le hunden en la camisa. Se nota que él es el jefe. Le acompaña toda una tropa de colaboradores dispuestos a participar en un físico sin precedentes. Científicos chinos, indios, soviéticos, franceses, norteamericanos, españoles … se han dado cita en las puertas de este agujero.
El experimento, bautizado con un nombre tan poco romántico como L3, se ha concebido para responder a una pregunta tan obvia como ingenua: ¿Por qué pesan las cosas? O, mejor dicho, ¿por qué, bajo la influencia de un campo gravitatorio, las cosas tienen peso? O, para ser más exactos – y no enojar a ningún físico - , ¿qué es la masa?...Una cuestión aparentemente sencilla, pero que la ciencia todavía no ha logrado responder. Hoy, los físicos admiten que la masa tiene su origen en la acción de un tipo muy especial de partícula subatómica, el llamado bosón de Higgs. Fue denominada así en honor del físico escocés Peter Higgs, uno de los primeros en aventurar su existencia.
Es una partícula que no ha sido vista o detectada y que sólo puede palparse en complicadísimas ecuaciones matemáticas. Ting piensa que con su experimento va a dar caza a la Higgs, si es que existe. Porque siempre cabe la posibilidad de que sea tan sólo una ficción matemática.
Un viento helado, que se filtra por los miles de huecos del montacargas, acompaña al grupo de científicos hasta el interior del hoyo. Unos segundos más y habrán llegado. Es un momento tenso. El montecarga se detiene. Ninguno se atreve a pronunciar palabra. Intentan contener la respiración. Nadie del grupo había estado antes allí., a pesar de haber trabajado durante años en el experimento. En sus miradas se intuye una mezcla de orgullo y consternación. No es para menos.
En el centro de la caverna, se eleva un octágono de acero de gran tamaño que parece mirarles con sus inmensas puertas laterales abiertas de par en par. Es un electroimán de 8,500 toneladas - con más metal en sus entrañas que la torre Eiffel – envuelto en una red de centenares de kilómetros de cables. Pero lo que más sobrecoge a los científicos es lo que no se puede ver. A pesar de su tamaño, el electroimán sólo es la cubierta, el envoltorio del L3.
“Cuando por primera vez extendimos los planos sobre la mesa para estudiar a fondo el proyecto – confiesa Ting – supe que sus dimensiones iban a ser mayúsculas”. Los que le conocen afirman que la voz de Ting es normalmente monótona y sin aristas, incluso cuando se ve obligado a dar una reprimenda. Ahora, sin embargo, vacila ante el periodista: “pero hasta que no lo ves –continúa – no te das cuenta de cuán … grande…realmente es…Bajé aquí hace un par de días y pensé… es una locura. No… no puede ser de este tamaño. Y entonces me percaté –comenta sonriente – de que otros experimentos por ahí son prácticamente de la misma envergadura y están buscando lo mismo que nosotros… la masa…”
Los profanos en la materia confundimos habitualmente el peso con la masa. Pero son dos conceptos bien distintos. Coja un ladrillo. Lo primero que notará es que pesa. Si lo arroja con fuerza hacia alguien, lo puede herir. Ahora, machaque el ladrillo con un martillo y recoja los trozos para pesarlos en una báscula. Descubrirá que son tan pesados como el ladrillo original. Aunque su forma sea diferente, su sustancia no cambia. Imagínese que se traslada al espacio con otro ladrillo. La primera cosa que notará es que ya no es tan pesado. Si su imaginación le ha llevado hasta laguna, le costará seis veces menos esfuerzo el mantenerlo en sus manos. Parece tan inofensivo como una pluma. Pero no se fíe de las apariencias. Ni le pase por la cabeza arrojárselo a alguien, porque este ladrillo light todavía es un peligro en potencia. Puede no pesar nada, pero…Uf ! Continúa ahí. Sigue teniendo volumen y sustancia. Y no ha perdido ni pizca de su masa.
Mientras que el peso puede variar, la masa permanece inmutable. El peso es la medida de la fuerza de la gravedad. Si decide hacer una dieta porque las llantitas comienzan a deteriorar su línea y la báscula roza las 198 libras, sepa que este número no es más que un modo de indicar cuánto la Tierra, cariñosamente, le presiona sobre la báscula. Si lo que le obsesiona son esas libras de más no hace falta someterse a una sufrida dieta…! Váyase a vivir a la Luna! Nada más al llegar habrá adelgazado 165 libras, aunque para su desconsuelo, las llantitas seguirán en su lugar. Los científicos saben mucho más acerca del peso que de la masa. Hasta hace poco, no tenían ni la menor pista sobre su origen.
Las cosas han cambiado, o por lo menos se intenta que cambien. Por fin el pasado mes de agosto, el colosal L3 se puso en marcha. La carrera para atrapar la partícula de Higgs daba comienzo. Una cacería que se ha convertido en una de las mayores y más costosas en la historia de la ciencia. A ambos lados del atlántico, centenares de científicos y técnicos han trabajado codo a codo durante unas décadas para poner a punto el L3, la máquina que será capaz de detectar los bosones de Higgs. Ya llevan gastados más de 700 millones de dólares y no han hecho más que empezar. En su construcción han participado 39 instituciones de toda Europa, EEUU, Rusia, China, India y Japón. EL equipo de 450 físicos del L3 es uno de los seis que hoy, en todo el mundo, esperan resolver el misterio de la masa.
Pero, ¿por qué este interés repentino por encontrar el bosón de Higgs? Sus aplicaciones, en el caso de que se encontrara, son absolutamente son desconocidas. Aunque claro, eso pasa siempre al principio. Curiosamente, los grandes descubrimientos en física parecen a primera vista de poca utilidad. Hoy, el electromagnetismo alimenta nuestros locos refrigeradores y computadoras. En el siglo antepasado, parecía tan inútil e inservible que el laboratorio de James Clero Maxwell – el primer hombre que reveló los secretos de esta fuerza – casi cierra por problemas económicos. “¿Cuál es el uso de la electricidad?”, preguntó el Primer Ministro Diraeli. “Señor, - contestó Maxwell – algún día lo comprobará. ¡Si aquel gobernante levantara la cabeza! No hay ninguna razón para pensar que la comprensión de la masa vaya a ser diferente.
La búsqueda de la masa comenzó - al menos indirectamente - durante los años 50, cuando los físicos, incluido el teórico Peter Higgs empezaron a unificar teorías. Se empeñaron en demostrar que las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza – la atracción gravitatoria, la interacción electromagnética, la interacción fuerte y la débil – eran diferentes manifestaciones de una sola. Cada una de ellas cuenta con un agente invisible, una partícula subatómica, que provoca los efectos que nosotros vemos. Son los llamados, de forma genérica, bosones gauge. Los fotones, por ejemplo, transportan la fuerza electromagnética en forma de ondas de radio, de luz, de rayos X, gamma… Otro, los mesones, rigen la interacción fuerte que mantiene como un todo los núcleos de los átomos. Los científicos, aún no han visto gravitones, las hipotéticas partículas que transportarían la gravedad. Y hasta hace bien poco, ningún físico se había topado con un bosón W y Z, que rigen la interacción débil, una misteriosa fuerza crucial en el proceso del deterioro de la radiactividad.
Higgs, un hombre tímido, poco hablador y excesivamente modesto, trató de imaginar qué es lo que podría ocurrir si un tipo especial de campo – uno que el mismo se había imaginado – existiera en la realidad. Un campo es una región en el espacio que está sometido a la influencia de una fuerza.
Cierto día, Higgs estaba perdiendo el tiempo – por llamarlo de alguna manera - con sus ecuaciones, añadiendo una variable y suprimiendo otra allá. De repente su mente intuyó algo extraordinario… Algo, no sabía qué tenía que ver con una cuarta fuerza, la fuerza débil.
Por aquel entonces, Vaduz Salam, ahora en el centro Internacional de Física Teórica de Trieste, y Sheldon Glasgow, hoy en la Universidad de Harvard, trabajaban independientemente en un intento de unificar el electromagnetismo y la fuerza débil en una fuerza superior, la electrodébil. Pero los dos hombres tuvieron un tropiezo. Aunque los resultados obtenidos por Salam y Glasgow podían hermanarse, existían grandes discrepancias entre las partículas que transportaban dichas fuerzas. Los fotones no tenían masa. Ambos físicos predijeron que las partículas hipotéticas que acarrean la fuerza débil – las W y Z – tendrían que ser muy pesadas. Sus ecuaciones les decían todo lo contrario. En unos niveles tan profundos las W y las Z no deberían tener masa, imitando a sus hermanos fotones. Salam y Glasgow se habían metido en un callejón sin salida. El mismísimo Glasgow lo admitió: “Era como decir que una diminuta pelota de ping-pong y una bola de boliche eran la misma cosa.”
Fue en ese momento cuando Higgs hizo su primera aparición en escena con su melena alborotada, su campo y partículas bajo el brazo. Higgs encontró que si aplicaba a su campo y partículas una teoría análoga a la propuesta de por Salam y Glasgow, las partículas – en las ecuaciones originales – se comportaban de una extraña manera. Empezaban con una masa cero y entonces, matemáticamente, devoraban otras partículas no deseadas en el campo, emergiendo con masa. Estas partículas caníbales resultaron ser las W y Z. Lógicamente, Higgs lo ignoraba. Sus números complejos, límites, integrales y ecuaciones diferenciales le habían proporcionado las clave para explicar de forma razonable el por qué una partícula pesa algo en vez de nada. Glasgow, al conocer la teoría de Higgs comentó con cierto humor que “ se trataba de una idea loca, una idea en la que nadie, jamás, hubiera puesto un mínimo de atención”. Y acertó. Higgs lo pasó muy mal hasta que los editores se decidieron a publicar sus resultados. Me dijeron – comenta Higgs - que mi trabajo era irrelevante para la Física.”
No siendo, como dije anteriormente, un hombre que se dé mucha publicidad, Higgs no consiguió adeptos para sus ideas. Se encerró en su despacho en la Universidad de Edimburgo y raramente se arriesgó a visitar a otros centros universitarios. El físico – ermitaño de los páramos, lo llamó uno de sus colegas españoles.
Sin embargo, las partículas Higgs proporcionaban los mecanismos por los que la fuerza electromagnética y la débil finalmente podrían ser vistas como una sola. Las Higgs podrían haber ido a parar al baúl de los recuerdos o, en el peor de los casos, al bote de la basura de no ser por la gran ayuda que supuso para los trabajos y experimentos desarrollados en los años setenta por Steven Weinberg – ahora, en la Universidad de Texas - y Salam, que sentaban las bases de la teoría electrodébil. En 1979, Glasgow, Salam, y Weinberg, recibieron el premio Nobel. Cuatro años más tarde, las W y Z fueron descubiertas por un equipo de físicos encabezado por Carlo Rubbia y Simon Van der Meer, quienes también a su vez recibieron por sus esfuerzos el codiciado galardón científico sueco.
Hoy, la teoría electrodébil se incluye en los libros de texto y se estudia en las escuelas, pero existe un pequeño problema: nadie ha tenido entre sus manos la huidiza partícula de Higgs. “ Y sin la Higgs – bromea Paul Lecop, un colaborador francés del L3 – los señores Glasgow, Salam y Weinberg tendrían quizás que devolver estos envidiables premios que amablemente les fueron concedidos en Estocolmo”

Primavera de 1998. Estoy en un gran laboratorio. Un hombre alto, cara cuadrada y pelos de punta como los de un monstruo amistoso, lucha por abrirse paso a través de una selva de equipos electrónicos, cables multicolores y aparatos de soldadura. Se trata de Ulrich Becker, un manojo de nervios en perpetua ebullición. Becker lleva más de veinte años colaborando estrechamente con Ting. Nacido y criado en la República Federal de Alemania, residente en Francia, trabajador en Suiza, pagador de impuestos en Estados Unidos…Becker es el perfecto ejemplo de ciudadano cosmopolita. Al igual que Ting, trabaja en la Facultad de Física del MIT en Boston; y, como aquel, también ha viajado por todo el globo en busca de las partículas Higgs. “Ingenuamente – dice Becker - la mayor parte de los progresos en la Física de partículas durante los últimos años, y me refiero a la teoría electrodébil y a todo lo que ella envuelve, se basa en suposiciones y conjeturas a favor del campo de Higgs”.
Este es un campo que satura todo el universo y cuyas partículas consiguen hacerse de masa interaccionando con él. Podríamos compararlo con un imán que atrae con más fuerza unos metales que otros. Así, las partículas que son más atraídas hacia el campo de Higgs tienen más masa. El cuadro es muy bonito, teóricamente hablando, aunque no hay ni una sola evidencia de ello.
El experimento L3 se apoya en la Organización Europea para la Investigación Nuclear, un laboratorio paneuropeo conocido, por razones históricas, como CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear). Becker, Ting y el resto de sus colaboradores estaban interesados en los proyectos y programas de CERN. Este centro ponía en sus manos de contar con el mayor acelerador de partículas del mundo, el LEP (Large Electrón-Positron Collider). La mayor máquina científica construida por el hombre. Un túnel subterráneo de 27 kilómetros de longitud – 5000 metros más largo que el túnel Oshimizu, que enlaza Tokio con Niigota Joetsu – enterrado bajo el suelo franco - suizo. Un dilatado pasillo que servirá para acelerar partículas a velocidades próximas a la de la luz, rozando los 300,000 kilómetros por segundo.
Un chorro de partículas y otro de antipartículas, en una carrera vertiginosa, se lanzan en direcciones opuestas. Es preciso un gran esfuerzo energético para que no se desvíen en su trayectoria. Poco a poco son aceleradas a una velocidad inimaginable por la mente humana. Y en un punto exacto del oscuro túnel tiene lugar el brutal encuentro. Ahí se dan cita 50,000 veces por segundo, provocando millones de carambolas microscópicas. Y las partículas, como canicas de porcelana, se desmenuzan.
El equipo de Ting hará colisionar electrones, que tienen una carga negativa, con antielectrones o positrones, de carga positiva. En el choque saldrán despedidas partículas Z y - si las matemáticas no se equivocan – los esperados bosones de Higgs, los cuales se romperán en otras partículas. Tanto las Z como las Higgs tienen una vida tan efímera que es del todo imposible llegar a verlas. Se precisan detectores que las reconozcan y atrapen.
En 1979, Ting, Becker y un puñado de científicos empezaron a diseñar una ambiciosa máquina que fuera sensible a las partículas Higgs. Estaban tras el L3, el detector más grande del mundo. El colosal aparato recuerda a una especie de cebolla gigantesca formada por cinco capas concéntricas, cada una de ellas especializadas en dar caza a un tipo concreto de partícula. Una cebolla rellena de artefactos tecnológicos que miden la trayectoria, masa, velocidad y energía de las partículas que compiten en esta carrera mortal.
Fabricar cada capa toma muchos años de dedicación, millones de dólares, y requiere delicadas negociaciones entre las decenas de instituciones y países involucrados en el proyecto.
Laboratorios de todo el mundo están poniendo su grano de arena para que el detector de partículas sea una realidad. A veces, no todo va sobre rueda y surgen pequeños desastres. Es el caso del equipo español. Los camiones que transportaban las piezas fabricadas por el CIE-MAT de Madrid – una de las instituciones de apoyo al L3 – fueron detenidos en la aduana francesa. Los gendarmes no estaban dispuestos a dejar invadir la nación de Lavoisier y Descartes por tan incomprensible comitiva de científicos españoles. Tras una acalorada discusión, y viendo que no daban su brazo a torcer, los camioneros descargaron el equipo en la nieve, donde permaneció durante semanas, hasta que Ting y Becker zanjaron la disputa y recuperaron el material.
De esta forma Becker ha peregrinado por todo el mundo intentado resolver cualquier vicisitud o contratiempo. Ya ha acumulado sobre sus espaldas medio millón de kilómetros en viajes aéreos. Tiene ojeras y necesita a menudo desahogar sus frustraciones trabajando en su coche que por cierto, suele averiarse en el momento más inoportuno. “Nadie elegiría esta forma de trabajar en proyectos de tal envergadura – dice Becker -, pero tenemos que hacerlo si corremos tras algo como la partícula de Higgs… no podemos permitirnos el lujo de que la gente de Stanford nos tome la delantera.”
El hilo de la conversación es interrumpido por el chirrido como de un millón de uñas deslizándose sobre un cuarto de millón de pizarras. Dos científicos arrastran una estantería metálica de seis metros de alto. Uno de ellos es Marcos Cerrada, de Barcelona. El otro viene de Pekín. Se hablan en el lenguaje universal de la Física, un inglés chapucero, casi balbuceante.
“¡Sabes – grita Becker por encima del ruido – que nadie ha visto aún al señor Higgs! ¡Se limita a quedarse en Edinburgo! Mis graduados siempre vienen a mi preguntándome ¿quién es ese tal Higgs?, ¿existe realmente? Espero al menos que él se sienta satisfecho al ver todas las molestias que nos estamos tomando para tratar de encontrar su dichosa partícula”

Verano de 1988 . Es temprano. Un grupo de hombres y mujeres permanecen reunidos en un laboratorio, al sur de San Francisco. Parecen cansados. Unos están en mangas de camisa, otros totalmente despeinados y algunos bostezan disimuladamente. Sí, están agotados. Afuera hace calor. Como es habitual en esta época del año, el cielo de California está azul y despejado. Dentro, en el laboratorio, hay una luz tenue. Sentado en una silla, apoyada en equilibrio sobre la pared, reposa un hombre de cara redonda y ojos apagados. Se trata de otro ganador del premio Nobel de Física. Además, es director del Centro del Acelerador Lineal de Stanford (SLAC). Se trata de Burton Richter, un científico que tuvo que compartir su Nobel en 1976 con Sam Ting por el descubrimiento – cada uno por su lado - de unas partículas subatómicas, las J o Psi.
Richter ha arriesgado su brillante carrera en un proyecto que diseñó hace años y en el que actualmente trabaja. Silencioso como una piedra, observa cómo sus colegas hacen el recuento de los pequeños, pero desesperante, problemas del día anterior. Fallos electrónicos, piezas mal colocadas… Errores humanos. La lista sigue y sigue, parece interminable… y la furia de Richter es tan palpable en el ambiente como una niebla espesa. El proyecto empezó hace más de un año. “ Nos estamos acercando – asegura Andrew Hutton, un alto y barbudo inglés que trabaja como subdirector del programa – que tengo la sensación como si realmente fuéramos a empezar”.
“Tal vez sí, tal vez no”, le responde impasible Richter. Su voz es tranquila, aunque un tanto vehemente. “Estamos empezando…Si, es real. Pero no podemos perder más tiempo. A partir de ahora, si algo no funciona, hay que sortearlo. No podemos hacer ciencia esperando que todo funcione bien…Los quiero listos y tomando notas a las cuatro en punto”, ordena a sus colaboradores.
“¿Lo oyen? – comenta Hutton, mientras mira su reloj digital – en ocho horas… ¡Vamos a tratar de entrar en los anales de la historia!”
Al igual que sus colegas del CERN, los científicos de Stanford están construyendo un acelerador de partículas, el SLC (Stanford Linear Collider). Un proyecto que se está llevando en el más escrupuloso secreto. El padre de la idea, Richter, tiene una mano apoyada en el diseño original del LEP europeo, como queriéndolo estrujar inconscientemente. Cuando descubrió que el gobierno americano no aportaría demasiados fondos para dar vida a tan gigantesca máquina, trató de construir un aparato más pequeño y barato que pudiera hacer el mismo trabajo. “El colisionador lineal es el resultado”, pensó Richter.
El SLC es una especie de raqueta de tenis de tres kilómetros de largo enterrado bajo la autopista de San José – San Francisco. Desde dos puntos opuestos, las partículas – los electrones y positrones – corren veloces por el mango de la raqueta hasta chocar silenciosamente en un punto culminante. En el tiempo que dura el viaje, las partículas se mueven en línea recta y no pierden un ápice de energía. Esto es bien importante ya que la máquina puede ser más pequeña, y por lo tanto, más rápida y menos costosa que un acelerador convencional. Este podría ser el punto de arranque del prototipo del acelerador del futuro.
Por otra parte, los dos grupos de partículas deben chocar en el primer cruce. A diferencia de los CERN, los científicos de Stanford, no pueden darse el lujo de esperar a que sus electrones choquen mientras giran miles de veces alrededor del túnel. El reto tecnológico es enorme. Es como hacer que dos canicas del grueso de un cabellos humano, cada una viajando a una fracción menor que la velocidad de la luz, se topen en una estación del metro. “No estoy seguro de que enviar gente a la Luna sea más difícil” – dice Richter.
El SLC cuesta casi 130 millones de dólares. Diez veces más barato que su competidor europeo. Aunque partieron en la carrera con algo de retraso, los americanos quieren llegar primero. Están ansiosos por cazar la Higgs. Si todo va bien, se convertirá en una de las más arriesgadas empresas de la ciencia moderna. Y los físicos estadounidenses subirán al podio por encima de sus amigos y competidores europeos.
El camino hasta llegar al acelerador de Stanford ha estado plagado de obstáculos. “Para este proyecto – explica Richter – fuera aprobado por nuestro gobierno, nos vimos obligados a recortar el presupuesto hasta tal punto que dudábamos de si dispondríamos del dinero suficiente para construir la máquina.”
El resultado es un trabajo manual tecnológico increíble. Un remiendo. Había que construir el aparato valiéndose de las piezas de otro acelerador que fue montado en 1960. Nada ha sido repuesto. Para los científicos de Stanford la mezcla de piezas viejas y nuevas tecnologías es una pesadilla. Algunos lo comparan con coche deportivo de época. En la cochera, aparece a primera vista muy bonito. Pero hay que ver como se comporta en la carretera. Aquí es donde nos dará muchos quebraderos de cabeza.
Son las cuatro de la tarde. Richter aparece en el centro principal de control para vigilar personalmente la primera prueba. El colisionador lineal está listo desde hace meses. Cualquier retraso es un paso atrás. Son unos momentos de tensión. Los técnicos comienzan a pulsar botones. Noventa minutos más tarde siguen presionando teclas y teclas…¡¡ Nada !!
La máquina no funciona. Los únicos sonidos que se perciben proceden de las señales de las computadoras, el resoplar del aire acondicionado y el murmullo ocasional de consternación de los compañeros. Richter, frustrado, abandona el lugar. El equipo continúa trabajando. Desde una silla en el centro de la sala de control, Hutton hace señas. El inglés es de los pocos científicos que trabaja en ambos sitios, en California y en Suiza.
“Hemos hecho lo suficiente como para demostrar que lo que estamos haciendo es importante” – dice Hutton. “Aunque necesitamos – añade – que la máquina funcione por delante de la de nuestros amigos en Europa. Y poder obtener alguna partícula antes que ellos. Ahora mismo sería fantástico que una Higgs saltara en mi pantalla.

Invierno de 1989. Paul Lecop está sonriendo. Este investigador francés permanece de pie en una habitación del CERN. Está rodeado por miles de cristales transparentes. Son más pesados que el plomo y más nítidos que el vidrio. Estos cristales, hechos a base de germaniato de bismuto, son una pieza vital del detector L3. Los BGO, así se llaman, son extremadamente sensibles a la luz.
Cuando sus pulidas superficies apuntan hacia el punto de colisión, las partículas que los atraviesan, pueden medirse con gran precisión. Ting oyó hablar de estos novísimos cristales y decidió colocar 8000 – cada uno de 20 cm de largo - formando un cilindro alrededor del centro del detector. Por desgracia quedaron pequeños. Sólo un puñado llegó a crecer algunos centímetros. Investigadores norteamericanos, chinos y europeos empezaron a buscar la forma de obligar a los BGO a que crecieran lo suficiente. Francia y China obtuvieron el contrato y fabricaron los cristales a la medida en el Instituto de Cerámicas de Shangai. Para Lecop, las cosas van bien.
Lecop no es un teórico. Con frecuencia se pregunta hasta que punto son importantes las partículas Higgs. “No estoy seguro…Pero desde mi punto de vista, creo que no hay nada más fascinante que pueda hacer en Física que dedicarme a buscarlas. Si realmente están ahí, aprenderemos algo más acerca del misterio de la masa…” Se calla. No le apetece filosofar. Un instante más tarde retoma la conversación. “¿Quiere saber algo que algunas personas no entienden? – me comenta medio en broma, medio en serio - . Suelo decir a la gente que, en cierto sentido espero que jamás encontremos la Higgs. Nadie pone en duda que dar con ella sería maravilloso, un gran paso para el saber humano… Ahora bien, no encontrarla – demostrando que la Higgs no está ahí y que los teóricos están completamente equivocados – sería todavía un placer mayor.”

Verano de 1988. Finales de julio. Una gran ola de calor asola a San Francisco. Las temperaturas alcanzan los 40 grados. El acelerador de Stanford, como si se tratara de una criatura viviente, empieza a resentirse. Las bombas de agua se han roto. El sistema de refrigeración no funciona. Los interruptores de electricidad dejaron de funcionar hace dos días. Los microprocesadores se han quemado. Las reuniones de las ocho de la mañana se han convertido en suaves letanías de desastres. Resumiendo: un caos.
Cinco semanas después de que Richter ordenara que la máquina se pusiera en marcha, el laboratorio consiguió acumular datos durante unas 22 horas. En ese tiempo, no se vio ni una Z. Y más aún, los europeos ya se habían adelantado en el programa.
Richter está obsesionado con la sala de control. Se tiene que contener para no morderse las uñas. Cada vez parece más evidente que la máquina se ha construido demasiado de prisa y con los recursos mínimos. Richter empieza a tomar medidas tajantes. A primeros de agosto – tras muchas consultas – cesa a Rae Stieneng, director del proyecto, y asume el control total. “Lo sacaremos adelante”, promete a su gente, algunas semanas más tarde. “Pero no me pregunten cuándo”.

Invierno de 1989. “No conozco sus reglas”, dice Ting a la delegación rusa mientras toman café en su oficina del CERN. “Pero no me preocupa…Lo único que tengo que señalar es que cuando se anuncia el descubrimiento de algo, los que suben al podio son los que reciben los honores. Si ustedes quieren que sus científicos obtengan los honores que se merecen, tendrán que cambiar de política”. Ting se refiere a la manía de las autoridades de Moscú de no permitir a sus científicos trabajar fuera de sus fronteras. “Está claro que la última palabra la tienen ustedes, no yo.” Bromea.
En la pared destaca una fotografía en la que Ting, en una audiencia privada, charla amistosamente con el rey Juan Carlos. “Solo soy un científico, un simple profesor de MIT”, añade Ting. Los representantes rusos se han percatado de la foto, y por primera vez en la reunión, la delegación rusa sonríe.
El grupo soviético del L3 ha situado su centro de operaciones en el Instituto de Físicas Teóricas y Experimentales de Moscú. Ting ha conseguido que los soviéticos colaboren con la Universidad de Michigan. Juntos deben construir una parte del detector, el calorímetro hadrón: un largo túnel de uranio que atrapará casi todas las partículas que se desparramen tras la colisión, para medir su trayectoria y energía.
Yuri Kamyshkov, uno de los responsables del equipo de URSS, teme porque la iniciativa llegue a buen fin. “La razón principal por la que no me siento seguro no es lo complejo que resultará hacer el calorímetro – lo que nadie pone en duda – ni transportar las trescientas toneladas de uranio a través de la frontera este - oeste…El verdadero problema es lo difícil que resulta colaborar con los Estados Unidos para fabricar una pieza de avanzada tecnología. Una situación en la que la mutua desconfianza de ambos gobiernos nos impide a científicos de las dos potencias viajar y comunicarse libremente”.
Al principio, las autoridades soviéticas estaban encantadas de que sus investigadores pudieran trabajar, por fin en proyectos de alta tecnología no disponible en la Unión Soviética. Los ánimos se vinieron abajo cuando Ting sometió a los científicos soviéticos a una prueba de cuatro horas - ¡un examen! - sobre física de partículas. Dos de ellos reprobaron y Ting se negó rotundamente a contratarlos.
Las autoridades americanas pusieron el grito en el cielo, cuando el L3 fue conectado a una de las supercomputadoras – la CRAY X-PM/48 – más potentes del mundo. Temían que una tecnología tan sofisticada cayera en manos de la Unión Soviética. Los norteamericanos rogaron a Ting que pusiera la máquina fuera de se alcance. Ting se negó. Y les previno de que podrían ser ellos los que se quedaran sin los servicios de tan potente ordenador. “Sólo este hombre sabe si la amenaza iba en serio”, comenta de forma irónica un físico belga.
Ting es un líder de verdad. Una persona inagotable en recursos y con una capacidad inusual de trabajo. Pasa los días y las noches en una ferviente lucha por conseguir los fondos necesarios para acabar su tarea. Ting ya no se considera un físico, se ha transformado en un hombre de negocios. “Llevo cinco años sin hacer física - comenta irónicamente con los soviéticos -. Ya ni recuerdo mis últimas conferencias sobre física de partículas…Si este tipo de experimentos empiezan a proliferar, los físicos acabaremos por olvidar toda la ciencia que hemos aprendido cuando hayamos terminado de prepararlos.”
Ting no puede ocultar su temor. Para él todo será un rotundo fracaso si alguien encuentra la Higgs antes que el equipo L3, o si cometen un error técnico que les impida llevar a cabo un descubrimiento capital. “Un hallazgo – dice – de eso se trata…Un gran hallazgo. Nadie ha gastado todo su tiempo y dinero en estos proyectos para hacer física convencional”.

Verano 1989. La inauguración del LEP está próxima. La tensión y rivalidad crece por momentos entre el CERN y Stanford.
El 11 de abril, el equipo de California consigue su primera Z. La señal de esta tímida partícula fue tan compleja que no pudo descifrarse hasta la mañana siguiente. La noticia corrió como pólvora. Todos en Stanford saltaban de alegría. Pero el sentimiento generalizado, como dice uno de los físicos, era más de desahogo que de júbilo. A primeros de septiembre, Stanford había producido 330 partículas Z. A pesar de su mala suerte, todavía es posible que los americanos se adelanten en los descubrimientos.
En Europa, la fiesta de inauguración del SLC fue acogida con recelo. Ting y sus colaboradores no perdieron las esperanzas. Pronto les iba a tocar su turno. El 15 de agosto, un mes después de iniciarse las primeras pruebas con el acelerador LEP, los físicos del CERN lograron atrapar su Z. Ambos contrincantes han dado el primer paso. En la carrera, el LEP se lleva la mayor parte de las apuestas. Cuando la máquina esté totalmente calibrada fabricará millones de estas partículas.
Mientras en Escocia, reina la más absoluta tranquilidad. Sentado en su pequeño despacho de la Universidad, Peter Higgs escucha los adelantos del esfuerzo multimillonario que se está haciendo para encontrar la partícula cuya existencia él mismo intuyó años atrás. La luz del atardecer entra a través de la ventana. “Por supuesto que me gusta que den seminarios y que investiguen la Higgs, y todo lo demás…Y no dudo de la importancia de su búsqueda, pero ¿quiere saber la verdad? Cuando consideré las impresionantes sumas de dinero que se están invirtiendo en ello y la cantidad de científicos que trabajan en la caza de la Higgs, sólo puedo pensar: ¡Dios! ¿Qué he hecho?”

Charles C. Mann

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